Nadie dijo que la vida fuera justa

No será muy grande, pero a los que lo conocíamos siempre nos traerá buenos recuerdos.
Los árboles, que nos parecían  unos gigantes por los que intentábamos subir ya no parecen tal altos, ahora sus hojas se marchitan y se caen.
Si los bancos hablaran, cuántas historias podrían contarnos.
Esos bancos blancos, pintados y rotos, han visto cómo jugábamos a su alrededor, cómo nos caíamos y nos volvíamos a levantar. Ahora han desaparecido.
Aquellos columpios nada tiene que ver con los de ahora. Eran de hierro, con cadenas que manchaban y te hacían daño en las manos, puede que ahora sean más cómodos, de plástico, pero igual de divertidos.
Ya no hay arena ni cemento, suerte para las nuevas generaciones.
Ya no se harán daño los niños, ya no se rasparán las rodillas y ya no veremos cómo una madre corre a levantar a su hijo.

Recuerdo esas tardes en las que íbamos a la tienda de chuches de en frente. Olía al chocolate de las napolitanas recién hechas y lo regentaba una anciana, con el pelo blanco recogido en un moño y sus ojos grisáceos y transparentes como el cristal, veían cómo, alguna que otra vez, no pagábamos un chicle pero nunca decía nada.
Creo que ahora son unas oficinas. Debieron comprarle el local a la anciana y lo convirtieron en un espacio donde el color más alegre que hay es el rojo de los bolígrafos.
Me gusta pensar que la anciana está bien atendida en esa jaula blanca con grandes ventanas, también conocida como residencia.
A la espera de volver a ver a uno de esos niños que le robaban los chicles, reviviendo tiempos mejores.
No se acuerda de que está enferma, de que cada segundo que pasa sentada en su habitación la acerca más al final de sus días.
No recuerda su nombre, no recuerda a sus hijas, pero todavía sobrevive en ella la imagen de los niños entrando en su tienda todos los días.