El humo caliente llenaba sus pulmones y las lágrimas ahogadas en alcohol le quemaban la garganta a su paso. Fumaba para sentir su corazón acelerarse, bebía para sentirse mareada, como transportada a otra realidad.
Hacía calor en la calle y sus huesos estaban congelados. Sentía frío en lo más profundo de su ser y dormía con varias mantas para alejar la necesidad de un abrazo.
Sus uñas eran negras porque ya no las clavaba en la espalda de cualquier desconocido. Estaban de luto, al igual que su corazón, que nunca había tenido dueño y ahora estaba roto de no usarlo.
Confesó que se entregaría al primero que pasara, pero eso ya lo había hecho antes. Confesó que deseaba entregarle su corazón a alguien, pero era demasiado exigente. No solo quería a alguien que la amara, sino alguien a quien amar, que hiciera realidad todo lo que aparecía en esas películas románticas que tanto detestaba.
Las detestaba tanto que deseaba con todas sus fuerzas que le pasara algo así, aunque sabía de sobra que eso no sería posible. El amor era para los afortunados y a ella siempre se le dio bien el juego.
Apostaba para ganar y siempre perdía. Tal vez su perdición fue creerse una chica normal, sin darse cuenta que era la princesa de su propio cuento.
No, eso es una tontería. Ella alejaba a la gente. A todo aquel que se le acercaba le alejaba con una mirada, una palabra, un mal gesto. Y luego se quejaba de que estaba sola.
Dejó de salir para centrarse en su vida, conocer a alguien que mereciera la pena y que sus días fueran un poco menos amargos, pero no lo encontró. La soledad fue la única que acudió a su llamada, la única que no la abandonó ni por un momento.
Una soledad que escuece, que se clava cada día más hondo como una mala espina. Lo único que tiene y que prefiere no perder.
Siempre confundió independencia con soledad.