Había quedado en ir la semana después del carnaval. Por aquella época me pareció una fecha muy lejana, pero había llegado el momento y ya no podía posponerlo más. Tenía que volver a casa.

La mansión apenas había cambiado. Los colores no eran tan brillantes como los recordaba y ahora no se me antojaba inmensa como tiempo atrás.
Era un día nublado, lo que le daba al jardín y a la casa un aspecto sombrío.

Mi padre estaba en el sofá, sentado frente a la tele y con una cerveza en la mano. Siempre lo he recordado y lo recordaré así.

Mi madre en la cocina, como si fuera su hábitat natural, se mostró inquieta cuando me ofrecí a ayudarla con la cena.

Subí a mi habitación. Me sorprendió ver que seguía ahí, tal y como la dejé cuando me fui.
Con una pequeña cama, un escritorio y las innumerables fotografías en el espejo. Muestra de un tiempo en el que los recuerdos eran felices y que ahora se disipan como la niebla en este valle.

Deshice las maletas y bajé a cenar. Los dos estaban sentados justo donde los recordaba. También había un hueco vacío, con sus platos y cubiertos. Mi madre aún esperaba que volviera. Una de las razones por las que no soportaba aquel lugar.


La cena transcurrió con normalidad, sin sobresaltos ni una palabra más alta que otra.
Ayudé a mi madre a fregar mientras mi padre roncaba en el sofá.

Imagen de: Ms.Cyanide
Tanta calma y tranquilidad siempre me disgustó.
Me fui a la cama más cansado de lo que pensaba, aunque no tardé mucho en despertarme.
Me revolví, inquieto durante horas, hasta que decidí levantarme.

Los recuerdos volvían a mi mente y aún no sé por qué subí al ático. Como si algo me llamase.
El polvo había hecho estragos en aquella habitación. 

Y allí escondido, en un hueco en la madera del suelo, lo encontré. Me gustaría desear no haberlo encontrado nunca, pero lo cierto es que me alegro de haberlo hecho. Aunque me hubiera costado la vida.

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